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La década de los noventa y los acontecimientos de 2001 fueron escritos y pensados con las herramientas simbólicas que en su momento estaban a disposición de los que se atrevieron a sumergirse en aquellos sucesos. Se pensó y repensó hasta el dolor. Nuestra disciplina buscó entre sus recursos todos los instrumentos para ponerlos al servicio de la reflexión.

En la carne de la argentinidad, se había escrito el desencanto y el sinsentido. En las instituciones, el desfondamiento. En la sociedad, la desarticulación del lazo.

Silvia Bleichmar escribió Dolor País y las palabras volaron por los aires. Maxi y Darío escribieron las veredas con su sangre y las calles rebalsaron de gritos reclamando justicia. Los aeropuertos, las embajadas, toda la sonrisa joven que alguna vez vivió en nuestro suelo salía con alas de gaviota hacia otros lugares del planeta que se presentaban imaginariamente más amorosos y hospitalarios que nuestro país.

Tucumán era una postal hambrienta de una niña desnutrida y Rosario se subía a la bicicleta de Pocho Lepratti mientras León repetía ¡Bajen las armas que aquí sólo hay pibes comiendo!

Claro que esto no fue ni así de simple ni así de reciente.

Cuando la dictadura de Onganía golpeaba con sus bastones largos en la cabeza a los científicos, cuando arrasaba en las Universidades, cuando asesinaba a Juan José Cabral en Corrientes o a Santiago Pampillón (mendocino, saben?) en Córdoba, cuando pretendió silenciar los discursos de Agustín Tosco y el general desquiciado lanzó el ejército a las calles bajo las órdenes de Menéndez; cuando todo eso pasaba, se regaban las semillas de un modo de portar la argentinidad que dejó hondas marcas en la subjetividad.

Ya teníamos algunas noticias de ello. Habíamos juntado en la Plaza de Mayo restos de cuerpos de argentinitos hechos trizas. Fue en el 55 cuando el bombardeo sobre Plaza de Mayo arrasó con la vida de más de cuatrocientas personas, cuando tiñó de sangre los uniformes de las primeras enfermeras argentinas que –  en un intento desesperado de salvar la poca vida que estaba desparramada en las calles –  volaban como ángeles entre las ráfagas de  ametralladoras y las bombas.

Después… el golpe militar del 76, los desaparecidos (“que no están ni vivos ni muertos… están desaparecidos” – Videla dixit), un modelo económico signado por la sumisión, la deuda eterna, el horror del robo de bebés, la sustracción de sus identidades y la réplica en los televisores, en los parabrisas, en las vidrieras de los negocios de los carteles que decían que los argentinos éramos derechos y humanos.

Y nuevamente la Plaza, blanca de pañuelos, zapatitos gastados de girar y girar, tanguito en Francia y Charly escribiendo Alicia en el País.

Tuvimos antídotos que nos rescataron de tanta muerte. Hubo Madres, Abuelas, un Nunca Más, APDH, MEDH, H.I.J.O.S, Pérez Esquivel, Alfonsín y el primer Juicio, un discurso en la Sociedad Rural… Pero luego otro retroceso.

Punto Final, Obediencia Debida.

Así no hay subjetividad que aguante, podrían llamarse estas jornadas. Pero no, se llaman Subjetividades Bicentenarias.

¿Por qué? Porque luego de tanta ida y vuelta, tanto sí pero no, tanta sangre derramada, algo se relanzó. Nuevamente la espiral de la historia nos permitió ver con claridad que psique y sociedad son indisolubles (al mejor estilo Castoriadis) y que es con la fuerza de las pasiones alegres con las que transformamos el mundo (dirá Carpintero).

Porque fueron esas pasiones las que sostuvieron los sueños de San Martín, Belgrano, Moreno, los revolucionarios de Mayo. De hecho, hay una singularidad en nuestra historia como nación: festejamos el cumpleaños de la patria conmemorando la Revolución de Mayo. Es la Revolución la que nos convoca al festejo. La Independencia, lo sabemos, tardó seis años más en llegar. Y quizás toda aquella fuerza puesta en la lucha por hacerla posible es la que nos interpela hasta el día de hoy.

Los sueños que se amasaban en aquellos primeros días de la patria, se parecen (haciendo una analogía) a las pinceladas que van dando los padres a medida que llega el momento en que los nuevos, asoman a este mundo.

Hemos dicho más de una vez que el cachorro humano llega a un mundo ya hecho, y ese otro humano que lo recibe es quien tiene la tarea de inscribirlo en el orden de la cultura Y lo recibe con lo que nos hace humanos: la palabra. Una palabra que es más que un fonema, un sonido, un aullido en la noche. Es un sentido que baña al recién llegado y lo inscribe con la fuerza suficiente como para  sujetarlo a la cultura y el anhelo suficiente de libertad como para que – a medida que se apropie de las herramientas que ella le brinde – la interpele, la interrogue y la modifique.

Y así, entrelazando los tres registros (real, simbólico, imaginario) se inicia la narrativa humana. Esa que nos permite en algún momento de nuestra existencia, decir “Yo”.

Dice Eduardo Galeano: “Hace unos 300 mil años, la mujer y el hombre se dijeron las primeras palabras y creyeron que podían entenderse. Y en eso estamos, todavía: queriendo ser dos, muertos de miedo, muertos de frío, buscando palabras...”

Es por eso que hoy, aquí, en estas Jornadas Nacionales que llevaremos adelante con lo mejor que tenemos pretendemos continuar la tarea interminable a la que nos invita el análisis y así tejer nuevos lazos que reciban a las nuevas generaciones en un mundo donde las significaciones imaginarias sociales estén compuestas de representaciones más inclusivas y respetuosas de la condición humana. Uno de los caminos es ubicar en el centro del pensamiento crítico a los Derechos Humanos como eje gravitacional que invite a la convergencia de los grandes temas de nuestra disciplina.

Porque de eso se trata Subjetividades Bicentenarias: de no olvidar que más allá de la construcción del aparato psíquico, está la producción de subjetividad. Y que ella es esencialmente histórica y social. Ella es quien le da el color a las producciones humanas y permite eso que llamamos progresión de la cultura.

Estamos sostenidos en una premisa fundamental: no somos ilusos, no somos ingenuos. Transitamos por la senda de un sentir singularísimo que se ha convertido en nuestro camino al mismo tiempo que en nuestro horizonte. Lo hacemos con determinación y fortaleza. Sabemos que además biología, estamos hechos de sueños. Y fundamentalmente hemos decidido no renunciar a la convicción de la esperanza. Perseverar en ella, nos humaniza. Es por ello que no olvidamos cuando Silvia Bleichmar nos dice que – “la esperanza, como el amor, siempre está presta a encontrar nuevos objetos en los cuales realizarse, a los cuales ceder la posibilidad frustrada de los proyectos anteriores”.


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